El menda que escribe

Vivo en Valladolid, la ciudad donde nunca pasa nada.
"Se que no debería, pero me voy a tomar otra copa."

martes, 6 de marzo de 2012

Los restos del naufragio

El vinilo giraba, cierto, pero el único sonido era el de la aguja dando vueltas una y otra vez en el extremo interior del mismo, puesto que hacía mas de dos horas que ningún sonido salía ya de aquella habitación.
La ventana, abierta de par en par, dejaba entrar, generosa, el viento primaveral que convertía a las cortinas en dueñas de la habitación con sus insolentes vaivenes.
Estas, amarillentas por el sol y los años ondeaban como las velas de un galeón desgobernado y ciertamente la imagen no se distancia mucho de la realidad. La habitación es un naufragio. Con todo lo terrible que ello conlleva.
A través del vetusto balcón de madera se divisaba tras el balcón de hierro forjado, del Ayuntamiento de Valladolid y la Plaza Mayor, tiovivo incluido afanándose por sobrevivir un día más.
Más de una veintena de velas estaban esparcidas por toda la habitación, la última de ellas apagada en ese mismo instante, dejando una finísima línea de humo que rápidamente se disolvió. El último canto del cisne.
En el sofá, derrumbado de cualquier manera, un cuerpo. Inerte y con una grotesca mancha de espuma en la boca terminaba de pintar el cuadro.
Sobre su camisa de cuadros rojos y negros, se distinguían copiosos restos de coca.
Siempre dispuesto a buscar pelea, siempre buscando la próxima luna llena. Siempre en el alambre. Tocado y hundido.

Acompañado solamente por su ginebra favorita se había largado, sin mirar atrás, con un último corte de mangas. Y había dejado un bonito cadáver, como mandan los cánones.
En el camino, siempre polvoriento, no quedaba nada que no se hubiera visto antes. Amor, desamor, libros y canciones.
Uno diría que las personas nunca deberían cansarse de soñar pero a veces el cielo pesa demasiado y las estrellas huyen despavoridas.

Ruido de botas resonando en el pasillo, están dentro. El carcomido suelo de madera revela su localización sin lugar a dudas. La puerta se viene abajo y vuelan astillas por todas partes, el irónico remanso de paz se desvanece para no volver jamás. Dos mujeres y un hombre ataviados con los colores del 112 y maletines de primeros auxilios invaden la estancia. Todo se vuelve confuso y acelerado. Gritos. Intentos de reanimación infructuosos. Maldiciones. Es jodidamente tarde para ellos pero no para el muerto cuyo reloj se paró con los últimos acordes del polvo blanco en su sistema nervioso y con una sobredosis de Jaegger en el tocadiscos.
Su pupila refleja fielmente como la superficie de un pulido espejo de obsidiana el desaliento de las tres personas que se dan por vencidas y bajan los brazos.

Uno diría que las personas parecen divertirse cometiendo el mismo error una y otra vez… y además a veces cielo pesa demasiado y ni siquiera hay estrellas que contemplen la caída de los dioses.

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